Humillación y transgresión: hacia una cultura de la dureza

Por Esteban Rodríguez Alzueta1

El vértigo, el miedo a caer, es la metáfora que usó el criminólogo Jock Young para señalar los temores ante la posible caída, y sobre todo, las prácticas que activaban esos temores, entre ellas, el resentimiento.

Las transformaciones económicas durante el neoliberalismo produjeron un malestar social que reconocimos en la inclusión precaria y en el trabajo sin empleo. Esa inseguridad económica se vivió con inseguridad ontológica. El riesgo a perder el trabajo, a quedar fuera de la sociedad del consumo, se convertía en el temor a perder el status con todas las privaciones que eso significa. Cuando el estilo de vida depende del estándar económico, del buen pasar que llevamos, y se puede perder el trabajo de un día para el otro, se corroe el carácter del trabajador (Sennett; 1998),y cunde la desorientación, el mareo, la inestabilidad. Los hechos a nuestro alrededor empiezan a aturdirnos, generan vértigo y tememos también caer. Por eso tendemos a aferramos a lo primero que tenemos al lado: los prejuicios, los lugares comunes. Como dice el refrán: más vale malo conocido que bueno por conocer. El blanco será el negro.

Una de las respuestas frente a este miedo difuso es el resentimiento. A través del resentimiento los miedos abstractos se vuelven miedos concretos. Las personas resentidas son aquellas que empiezan a flaquear o debilitarse, a sentir en uno mismo pesar o enojo. Se enojan y no saben por qué o con quién enojarse. Si se mira de cerca nos daremos cuenta de que el resentimiento es un sentimiento que tiende a ocultarse. Como dijo Nietzsche: “ha florecido en lo escondido, igual que la violeta, aunque con otro aroma” (Nietzsche; 1887: 119). Se esconde porque el sentimiento se vive con culpa y vergüenza, y porque es consciente de que es objeto de emociones reactivas que no controla, no sabe o no quiere controlar. El odio, la envidia, la malquerencia, la desconfianza, el rencor y la venganza tienen su origen en el resentimiento.

El resentimiento activólo que Young llamó “otrificación”. No se trata de una situación dada de una vez y para siempre sino de procesos abiertos, incompletos. Al interior de estos procesos se le pone un rostro y asigna un lugar al miedo. Las personas inseguras empiezan a apuntar con el resentimiento. El objeto de la estigmatización son las capas juveniles de las clases trabajadoras, sobre todo de las capas marginales. Estos sectores se transforman en el blanco perfecto para practicar el resentimiento, se convierten en el foco de atención pública, son el mejor chivo expiatorio, el lugar más fácil, más vulnerable para descargar la bronca. La incertidumbre o miedo difuso (que produce la inseguridad económica) disparan el miedo al delito y crean condiciones –también– para la transgresión, incluso para las transgresiones cada vez más violentas.

Pero que conste que el resentimiento no es un sentimiento exclusivo de las clases medias. También los sectores populares lo practican muy seguido: “Los pobres son depredadores de los pobres (…). Los pobres son autoacusadores y punitivos unos de otros” (Young; 2007: 74). Ya lo había dicho Sartre en el prólogo a Los condenados de la tierra de Franz Fanon: cuando uno no sabe quién lo aporrea tiende a aporrear al que tiene al lado, y la violencia se encadena.

Eso en cuanto a los resentidos. Pero… ¿qué sucede con las personas objeto del resentimiento, destinatarios continuos de los estigmas producidos socialmente? Porque no sólo se multiplican las discriminaciones, sino que se vive con humillación.

Para Young,la transgresión es una de las posibles respuestas. Y esa transgresión puede volverse delito pero también violencia: “Los transgresores son impulsados por las energías de la humillación” (Young; 2007: 80).

Estamos hablando de las transgresiones que tienen como telón de fondo no sólo a la pobreza relativa, esto es, a la pobreza experimentada como algo injusto, sino el consumo encantado. Ya lo dijo el Indio Solari: “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura”. Si para existir tengo que tener esas zapatillas, empieza a correr porque voy a ir tras ellas. Dijo Young: “La humillación de la pobreza encuentra su solución ‘mágica’ en el culto del consumismo, en jóvenes que aprenden las marcas BMW, Nike y Gucci desde una edad temprana, que valoran a los diseñadores, a los relojes y a las buenas joyas. Porque a diferencia del mercado laboral, la sociedad de consumo permite una fácil y universal entrada –las zapatillas de deporte y las cadenas de oro están al alcance de la mano. (…) Sin embargo, son consumidores deficientes, el mercado le da la bienvenida a las microempresas al mismo tiempo que ostenta la riqueza, mientras excluye a los pobres. La respuesta del consumismo simplemente agrava la privación relativa en lugar de aliviarla” (Young; 2007: 80).

Pero no sólo irán detrás de esos bienes, llegado el caso podrá ser el mejor momento para tomarse revanchas y devolver el golpe. Para Young hay una secuencia entre estos términos (vértigo-resentimiento-humillación-transgresión) que no hay que perder de vista a la hora de comprender la violencia que suelen rodear estos hechos. Digo, le sacan las zapatillas pero lo molerán a palos; entran en la casa del abuelito pero lo atan y le pegan con un palo de escoba; le sacan la cartera a la mujer pero la asustan, amenazan, etc.

No hay que perder de vista que estamos frente a jóvenes que sienten rebajados su orgullo. Una persona estigmatizada es una persona señalada, cosificada, despojada de su condición de humanidad: un monstruo. La autoestima se encuentra por el piso. En esas condiciones, la transgresión, que puede ser muchas veces una transgresión violenta, es la estrategia subjetiva para levantar la autoestima, e invertir, aunque solo sea por un momento (mientras dure el delito), la situación de dominación y humillación. Ahora es el joven el que humilla al adulto, el pobre el que doblega al rico. Le da de comer de su propia “mierda”. Su comportamiento está hecho de la misma energía de la que son objeto de manera sistemática o corriente. Si se acumulasen las descalificaciones constantes de las que son objetos, el resentimiento también sería brutal. Pero las clases medias lo distribuyen en cómodas cuotas y muchas veces no pueden percibir la discriminación que implican sus actos, la violencia que encierran. Sólo el joven, merecedor del resentimiento de todos, comprende la violencia que supone el resentimiento de todas y todos y lo experimenta con humillación. Es como que, en ese momento (cuando tiene lugar el delito) todas las pequeñas y cotidianas, y muchas veces imperceptibles humillaciones, se acoplaran y cupieran en ese momento, aquí y ahora.

Casi siempre el delito es un momento violento experimentado por la víctima como un momento más o menos violento. La víctima se da cuenta de que en el delito el sujeto se convierte en el objeto. Pero el victimario también se da cuenta de que él mismo, objeto de discriminación, descalificación constante, se convierte en sujeto, empieza a existir, toma la palabra, impone la palabra. El humillado (objeto) empieza a humillar (sujeto). El resentido (sujeto) empieza a humillarse (objeto). Se produce una suerte de enroque entre los términos. En el acto de violentar al otro, de agredirlo o “bardearlo” se invierten los papeles. Y aunque esa inversión sea más aparente que real y dure tal vez unos momentos –lo que lleva el acto consumarse–, alcanzan para elevar la moral, levantar la autoestima. El joven humillado se da cuenta que en esos momentos tiene “poder” (la capacidad de humillar al otro), no sólo sobre la libertad sino sobre la vida. No sólo sobre el destino de su propiedad, sino sobre su identidad.

En esos momentos no se puede ser “blando”, conviene ser “duros”, “machos”, incluso “atrevidos”. A través del delito o el bardo, entonces, se desarrollan masculinidades autoritarias y orgullos que después hay que tener presente para hacer frente a las humillaciones cotidianas. Para llevar la moral alta hay que saber que las cosas tienen su reverso, hay que haber vivido esa inversión. El joven sabe que en otra situación el adulto adoptaría otra postura. El joven vio cómo el adulto se hacía pis encima. Esa imagen no se la olvida más y lo acompañará el resto de los días, será el as bajo la manga mientras patee la ciudad, lo que lo llevará a no agachar la cabeza y a dedicarle incluso una mirada tajante, una sonrisa cínica.

Como dice Paul Willis, citado por Young: primero los jóvenes de los barrios pobres ven a través de su dificultad y después crean una cultura de la dureza y machismo para protegerse contra la humillación. Sin embargo, es esta misma cultura de la transgresión la que suele atraparlos en su situación difícil.

La víctima seguramente no podrá entender los hechos, ni a su protagonista. Observa temeroso y lo único que ve es una violencia sin razón, una violencia innecesaria, una violencia desubicada. No puede asociar esa conducta a las miles de pequeñas conductas, a los cientos de gestos que él dedicó para impensar, invisibilizar al otro. Pero la violencia que subraya la victimización es una condensación. La víctima no se da cuenta que le ha tocado –quizás– “pagar cuentas ajenas”.

Bibliografía utilizada

Nietzsche, Friedrich (1887); La genealogía de la moral. Biblioteca Edaf, México, 2000.
Young, Jock (2007); El vértigo de la Modernidad tardía. Didot, Buenos Aires, 2012.

 


  1. Docente e investigador de la UNQ, autor de  "Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno"  (Futuro Anterior, 2014). http://rodriguezesteban.blogspot.com/

 

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