LA ESCUCHA OPACA. REFLEXIONES EN TORNO A LA CUESTIÓN PENAL JUVENIL DESDE LA PEDAGOGÍA Y LA EXPERIENCIA ESTÉTICA1

Por Federico Urtubey2

En el presente trabajo se aborda el derecho de los niños y niñas a ser escuchados. En el marco de un análisis que reponga la gradual consagración legal y supralegal de ese derecho, se propone interpelar críticamente el contenido del mismo, a partir de lo que se puede extraer de algunas experiencias de pedagogía del arte con niños, niñas y adolescentes en contacto con la ley penal en la provincia de Buenos Aires.

 

Introducción

El derecho de los niños, niñas y adolescentes a ser oídos en todo proceso en los cuales se vean vinculados forma parte del cúmulo de nuevos derechos atribuidos a partir de la Convención de Derechos del Niño. Es decir que hasta entrados los años 80, y en particular desde 1994 que es cuando dicha Convención se jerarquizó constitucionalmente en nuestro país, es válido afirmar que la facultad de ser escuchados, al menos no tenía consagración legal. Más allá de que las afirmaciones no deben ser gratuitas, y muchas veces el relevamiento de las prácticas judiciales obliga a relativizar las conclusiones que se podrían obtener naturalmente de los exámenes normativos, el presente trabajo intentará sortear la mera comparación entre la situación del derecho a ser oído antes y después de la Convención y la posterior ley de Protección integral N° 26.061, para hacer foco en concepciones que problematicen las dimensiones del derecho en análisis.

I-Denominamos “Patronato” al sistema que regimentó el proceso penal en Argentina a partir de la década del 20. Ya desde principios de siglo encontramos en distintas reglamentaciones nacionales, provinciales y municipales, una intención por imponer criterios determinados de salubridad y orden en una Argentina en la cual la “minoridad” comienza a afirmarse como un problema público. Quizás el punto en el cual se apuntó la cuestión de los menores a la conflictividad social, debe señalarse con la Semana Trágica, denominación que casi espontáneamente cobró el choque entre la organización de partidos anarquistas y la represión policial dispuesta por el poder ejecutivo durante gobierno Yrigoyenista. Tempranamente, uno de los diagnósticos que se enraizó con mayor vigor era el que señalaba que los menores habían tenido un protagonismo crucial en esos hechos de violencia, y que esto se debía a su estado de desamparo, rápidamente aprovechado por grupos políticos necesitados de jóvenes que pudieran entregar su cuerpo a la disputa política. Hasta entonces, las coordenadas de desamparo, marginación y violencia que se acusaba crecían en la población menor de Argentina (particularmente en Buenos Aires, como centro urbano preponderante) tomó forma en un sintomático proyecto de ley ideado por el médico Luis Agote. Este proyecto pasó seis veces por el Poder Legislativo, pero sólo en 1919 fue sancionado, después de ser ordenado por decreto su tratamiento parlamentario. Allí Agote, alertaba a quienes debían tratar el proyecto que se trataba de una medida impostergable:

“Hoy no hay nada quizá que interese más a la cámara y al país que esta cuestión de la vigilancia y del cuidado de la infancia, sobre todo, en aquellas clases donde los recursos suficientes para educarla y mantenerla dentro de una línea de conducta honesta y moral. Los señores diputados habrán visto en aquellos días que hoy llamamos ‘la semana trágica’, que los principales autores de los desórdenes, que los que iban a la cabeza en donde había un ataque a la propiedad privada o donde se producía un asalto a mano armada, eran los chicuelos que viven en los portales, en los terrenos baldíos y en los sitios obscuros de la capital federal”3

Este posicionamiento de Agote quizás explique la consecuente aprobación del proyecto como la Ley 10.903 de Patronato, sanción que se emplazó sobre una serie de antagonismos en los cuales rivalizaban el orden estatal con la tensión de esa parte de la infancia que, ya por fuera de la escuela pública, se situaba en los márgenes del sistema.

La ley de patronato fue una medida transversal a diagnósticos de algunas incipientes sociologías, de la importación del positivismo criminológico, entre otros elementos, y eso traslució en su articulado. Julio Roca ya había manifestado auspiciosamente que la ley de patronato había llegado para “corregir los males que dimanan de la infancia y de la infancia criminal, en todo el territorio de la Nación y, especialmente, en el de la Capital Federal” y así, gran parte de la materia atinente a los menores incapaces comenzó a ser competencia de los Juzgados Correccionales.

Se agrupó a los menores “abandonados material o moralmente” con los menores delincuentes. En la primera categoría se consagraba la injerencia de la mano estatal en la vida de las familias, ya que la subsidiariedad del Estado estaba presente cuando había menores que presentaran características de abandono, comprendiéndose en esta categoría un amplio abanico de situaciones de diverso corte. Con esto, se estructuraba el Paradigma de la Situación Irregular, ámbito de límites dudosos y discreciones que auspiciaban la gestión de las vidas de aquellos menores que eran señalados por su precariedad.

La ley se hizo eco de las medidas de prevención especial, y así de tutelar al menor hasta que cumpliera los 18 o los 21 años, disponiendo su internación para conseguir la eliminación de los elementos que componían la peligrosidad. Se avanzaba, como puede verse, hacia una fuerte judicialización de los problemas de las familias, con un poder judicial de fuerte corte paternalista.

Así, el conocido artículo 21 de la ley 10.903, encumbraba dentro de la “peligrosidad material o moral” un amplio abanico donde la persecución punitiva se mixturaba con amplias disposiciones “asistenciales” y de pater familias que les eran ahora inculcadas a los jueces de menores. El artículo 21 disponía que este peligro se constituía ante

“la incitación por parte de los padres, tutores o guardadores a la ejecución por el menor de actos perjudiciales a la salud física o moral, la mendicidad o la vagancia por parte del menor, su frecuentación de sitios inmorales o de juego o con ladrones o gente viciosa o de mal vivir, o que no habiendo cumplido 18 años de edad vendan periódicos, publicaciones u objetos de cualquier naturaleza en las calles o lugares públicos, o cuando en estos sitios ejerzan oficios lejos de la vigilancia de sus padres o guardadores, o cuando sean ocupados en oficios o empleos perjudiciales a la moral o a la salud.”

De lo transcripto se deduce que los menores autores de delitos, así como las víctimas, o aquellos que simplemente pertenecían a una franja desfavorecida de recursos materiales, compartían un mismo camino en la intervención judicial de sus vidas.

Es en este punto que es necesario abordar las posibilidades del derecho del menor a ser oído. Y la conclusión resulta menos que previsible. Cabe señalar que el paradigma de la situación irregular, asumiendo que el menor debía ser tutelado, interpretó que nada sería mejor que el hecho de que fuera representado por auxiliares que expresaran su voluntad con firmeza. Este sistema era un correlato de lo dispuesto por el Código de Vélez para el ejercicio de los actos de la vida civil. En este sentido, el Código Civil establecía que hasta los 21 años los menores no eran sino incapaces de hecho, es decir, titulares de derecho pero con determinadas incapacidades para ejercerlos por sí mismos. Cuando fuera necesario, intervendrían como representantes forzosos los padres o tutores de los mismos, y en calidad de representación promiscua el Ministerio Público, bajo sanción de nulidad absoluta.

El rol del asesor de menores necesariamente desvinculaba a la voz de los niños, niñas y adolescentes en la necesidad de que el Asesor respondiera también a un interés público. Cabe recalcar que la idea misma de representación, que implica alguien o algo que se presente en el lugar del otro, no puede menos que eclipsar la figura ya frágil del menor, en un proceso que lo escinde y separa en aras de los ideales de protección.

Si en las últimas décadas nuestra Corte provincial comenzó a señalar que el contacto con el menor no podía ser suplido ni subsanado, es válido señalar que el criterio contrario se estableció desde la Corte Suprema de Nación, la cual hasta hace no mucho tiempo (pero después de la Convención de Derechos del Niño) afirmaba que el contacto personal no era un imperativo, y que la intervención del Asesor de menores bastaba .

La bibliografía que aborda la problemática constitucional de un proceso penal de menores encabezado por un juez “con atributos que lo acercan al Dios del Catecismo, y al Pater familiae (…) es un magistrado uno y trino, omnipresente, omnicompetente y salvador, interesado, sin partes ni Litis claras que lo limiten” es abundante. Se lo señala como una superestructura jurídica de “facultades omnímodas de disposición e intervención sobre la familia y el niño” . La mera lectura de las normas, y luego la experiencia histórica, confirman esas conclusiones. Pero consideramos necesario hacer una apreciación que enfatice en los dispositivos jurídicos que abordan el problema de la expresión del menor, para satisfacer garantías procesales mínimas. Y en este sentido, pensar el surgimiento del Asesor de menores nos permite una primera aproximación a la cuestión de dónde y cómo situar la voz de los niños, niñas y adolescentes.

II-Con posterioridad a la segunda guerra mundial, los discursos en torno a la importancia de que los estados de derecho tuvieran políticas activas en materia de derechos humanos y de ampliación de la ciudadanía, se sucedieron una serie de declaraciones internacionales tendientes a aunar criterios para la protección de los colectivos vulnerables. La infancia, definición que ahora comenzaba a construirse de una manera distinta a la de principios de siglo, fue entendida como una franja vulnerable que debía protegerse.

La Convención de Derechos del Niño data del año 1987, y en ella podemos encontrar la consagración de algunas directivas que determinan el entender a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derecho para los cuales los Estados deben comprometer políticas protectorias activas. Argentina adhirió a la convención en 1990 y en 1994 la misma adquirió jerarquía constitucional, en sintonía con otros 190 países que ratificaron la Convención, haciendo de ella el tratado de derechos humanos con más adhesiones en la historia. La Convención tiene algunos principios fundamentales que son la necesidad de un trato no discriminatorio, el derecho a la vida, supervivencia y desarrollo de los niños, el interés superior del niño y su derecho a ser escuchados. Parte de este tándem de principios basamentales puede observarse en los artículos 12 y 13:

“... 1. los estados partes garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio, el derecho a expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afecten al niño, teniéndose debidamente en cuenta las opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño... 2. con tal fin, se dará en particular al niño oportunidad de ser escuchado en todo procedimiento judicial o administrativo que afecte al niño, ya sea directamente o por medio de un representante o de un órgano apropiado, en consonancia con las normas de procedimiento de la ley nacional...”

A su respecto, Emilio García Méndez ha señalado que la Convención, junto con las reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores, las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Protección de Jóvenes Privados de la Libertad y las Directrices de las Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia juvenil, han venido a abrogar la vieja doctrina de la situación irregular, deslegitimando “política, y sobre todo, jurídicamente, el viejo derecho de “Menores”, colocándolo paradójicamente en situación totalmente irregular” . Siendo así, en el año 2006 se sancionó la ley de “Protección y promoción integral de derechos de Niños, Jóvenes y adolescentes”, Ley N° 26.061 La misma entonces derogó en su artículo 76 el cuestionado régimen del patronato, mientras que es importante señalar que también se abroga tácitamente el contenido de las disposiciones sobre el menor a las que alude la ley penal 22.278 –esto es párrafos 2°, 3° y 4° del artículo 1°, párrafos 2° y 3° del artículo 2°, artículos 3, y el artículo 4.3-; así como también la facultad de disposición que se desprende del artículo 412 del Código Procesal Penal de la Nación.

La ley 26.061 adecúa nuestro ordenamiento a las directrices previstas por la Convención, a la que declara de aplicación obligatoria, explicitando en cada momento el nuevo paradigma de la “protección integral”. Esto no sólo por considerar a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derecho, “sino también al establecer la responsabilidad gubernamental en el control y garantías de los derechos, a través de la elaboración y ejecución de políticas públicas” , emplazándose la atribución de las medidas de “abrigo” o intervención en el ámbito ejecutivo, que en nuestra legislación provincial se vincula con la actuación de los servicios locales, dependientes de los municipios .

Se señalan también una serie de medidas a las que podrá arribarse ante un caso de amenaza o vulneración de derechos. En ese sentido, al momento de adoptarse medidas que impliquen el alejamiento temporal o permanente de su medio familiar, el artículo 41 determina que ello se hará “en todos los casos teniendo en cuenta la opinión de las niñas, niños y adolescentes”.

Por último, en el artículo 66 se establece entre las obligaciones de las ONG que trabajen en materia de promoción y protección de derechos de la infancia la de “garantizar el derecho de las niñas, niños y adolescentes a ser oídos y a que su opinión sea tenida en cuenta en todos los asuntos que les conciernan como sujetos de derechos”.

A partir de lo explicitado en los párrafos anteriores no cabe sino explicitar el cambio de paradigma en una legislación que pretende reformas del derecho adjetivo. En cuanto al derecho de los menores a ser oídos, el artículo 24 de la Ley. 26.061 se dedica específicamente en los siguientes términos:

"Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a:
a) participar y expresar libremente su opinión en los asuntos que les conciernan y en aquellos que tengan interés;
b) que sus opiniones sean tenidas en cuenta conforme a su madurez y desarrollo. Este derecho se extiende a todos los ámbitos en que se desenvuelven las niñas, niños y adolescentes; entre ellos, el ámbito estatal, familiar, comunitario, escolar, científico, cultural, deportivo y recreativo.”

Existen además otras disposiciones dedicadas al tema. A los efectos interpretativos de lo que ha de considerarse como interés superior del niño, el artículo 3 consagra “el derecho de las niñas, niños y adolescentes a ser oídos y que su opinión sea tenida en cuenta”. Por otra parte, el derecho a ser oído es garantizado como parte del derecho a la libertad, ya que el artículo 19 estipula que este derecho comprende expresar su opinión en los ámbitos de su vida cotidiana, especialmente en la familia, la comunidad y la escuela (inc. b) y expresar su opinión como usuarios de todos los servicios públicos y, con las limitaciones de la ley, en todos los procesos judiciales y administrativos que puedan afectar sus derechos (inc. c).

Para el ámbito propiamente judicial, el artículo 27 establece que:

“Los Organismos del Estado deberán garantizar a las niñas, niños y adolescentes en cualquier procedimiento judicial o administrativo que los afecte, además de todos aquellos derechos contemplados en la Constitución Nacional, la Convención sobre los Derechos del Niño, en los tratados internacionales ratificados por la Nación Argentina y en las leyes que en su consecuencia se dicten, los siguientes derechos y garantías: a) a ser oído ante la autoridad competente cada vez que así lo solicite la niña, niño o adolescente; b) a que su opinión sea tomada primordialmente en cuenta al momento de arribar a una decisión que lo afecte; c) a ser asistido por un letrado preferentemente especializado en niñez y adolescencia desde el inicio del procedimiento judicial o administrativo que lo incluya. En caso de carecer de recursos económicos el Estado deberá asignarle de oficio un letrado que lo patrocine; d) a participar activamente en todo el procedimiento; e) a recurrir ante el superior frente a cualquier decisión que lo afecte.”

Pero entendemos entonces que por fuera de lo consagrado normativamente, en verdad en las prácticas suceden cosas distintas a las esperadas. Y en relación al mandato de las normas del derecho interno de acuerdo a las cuales la escucha al menor debe transitar todos los procesos en los que este sea vea inmiscuido, sean judiciales o administrativos, cabe hacer mención de las habituales resoluciones que se toman sin la escucha de esa parte.

Si en el modelo tutelar el rol del Asesor de Incapaces funcionó como un engranaje indispensable al momento en que se consideraba que debía suplirse la incapacidad del mismo , en la actualidad varios precedentes jurisprudenciales de nuestro más alto tribunal provincial, entienden que en lo tocante a determinados temas, el contacto y la escucha que debe tenerse para con los menores, debe prevalecer sin miramientos. Si en la provincia de Buenos Aires, en el marco de los procedimientos ante los juzgado de familia, es una práctica más que frecuente que los magistrados omitan el contacto directo con el niño o joven involucrado considerando suficiente las entrevistas que mantienen con el cuerpo técnico asesor, se explica que la SCBA tenga dicho que:

“…Corresponde anular de oficio la sentencia dictada en un juicio de divorcio con relación a la tenencia y al régimen de visitas dispuesto, en cuanto el fallo remite en este punto a lo dictaminado por el Ministerio Pupilar y no surge de las actuaciones que se haya recabado la opinión de los hijos del matrimonio, toda vez que la representación que el asesor de incapaces ejerce no suple ni por ende subsana la omisión del contacto personal del juez con el menor…”

IV- De acuerdo a lo formulado en los párrafos precedentes, podemos afirmar que el derecho de los niños a ser oídos alcanza una importancia inusitada en los órdenes nacional e internacional, que se despliega de otras tradiciones de pensamientos que lo soslayaban. Pero en lo tocante a esta instancia del trabajo, nos interesaría reflexionar en torno a algunas limitaciones de este derecho, tal como es encarado normativamente en los extractos que hemos transcrito. Particularmente, el derecho a ser oído se encara como la posibilidad de que el niño elabore “opiniones” que deban ser escuchadas por la autoridad competente, y que las mismas pueden ser exteriorizadas por él o por un representante.

La finalidad principal de que se desarrolle el proceso es la que exige que todas las presentaciones y peticiones judiciales sean bajo patrocinio letrado, ya que de lo contrario ningún agente judicial se verá obligado a proveerlas. De este modo, se homologan al derecho de los niños, niñas y adolescentes, la necesidad de una representación. Esta representación, como hemos dicho, alcanzó un momento contencioso con la figura del asesor de incapaces y la necesidad de que este respondiera al orden público. En la actualidad el abogado del niño es quien supliría la necesidad de un patrocinio adecuado. Ahora, ¿significa esto que la tarea está acabada?

Entendemos que se trata de una tarea que debe asumirse como más que la escucha de una opinión, o una mera vista. Incluso, que no debe detenerse luego de la imposición de la pena. Lo dicho obliga a no confundir, no obstante, las fronteras del proceso penal, hacia esferas que le son ajenas. La mejores intenciones del paradigma tutelar terminaban cuando la imposición de pena/medida de seguridad quizás sólo era una reminiscencia, en el centro de una política procesal centrada en la corrección del individuo. Pero prácticas alternativas y marginales de aquellos jueces que seguían la suerte de los niños y adolescentes enjuiciados, quizás obliga a reflexionar en torno a agentes que tienen conciencia de la falta de ligazón de los reos a su justo proceso.

Ello en la misma línea de que el lenguaje prístino de la Convención quizás pretende cerrar con categorías conglobantes de derechos, las complejas situaciones fácticas que determinan la efectividad de los mismos, y que han signado el cruce de los niños y niñas con el poder punitivo.

Lo dicho no constituye una serie de observaciones gratuitas, sino que se conecta con una pregunta cuyo emplazamiento implica poner en tensión al corpus de derechos del niño que no es legado como un horizonte a todas luces incuestionable. Y es que ¿es suficiente la invocación de los derechos y señalar sus titulares, cuando nos encontramos en situaciones que justamente se caracterizan por su carencia? ¿es válido declamar la naturaleza de persona a partir de la trasposición de una máscara de derechos, y encontrar en esta sola operación la afirmación de la norma sobre cualquier realidad material efectiva?

Roberto Espósito cita a Simone Weil para analizar las tensiones del discurso jurídico de la consagración de derechos, y afirma que “Si la categoría de persona es el cauce por el que ha discurrido un ininterrumpido poder de separación y de subordinación entre los hombres, la única posibilidad de sustraerse a esa coacción consiste en convertirla por inversión en la modalidad de impersonal” . Y luego ejemplifica justamente con la vida de los niños: si un niño yerra, el error surge de su persona. Si juega correctamente, no hace más que cumplir un orden impersonal de cosas. Con lo cual puede trazarse un campo eminentemente dicotómico: “Así como el derecho es propio de la persona, la justicia concierne a lo impersonal, lo anónimo: aquello que, al carecer de nombre, está antes o después del sujeto personal, sin coincidir nunca con él, con sus pretendidos atributos metafísicos, éticos, jurídicos” .

Entendemos que centrarnos en algunas experiencias de educación artística en contextos de encierro puede servir de auxilio para pensar estas cuestiones. Esas experiencias didácticas forman parte del conjunto de prácticas pedagógicas que se abocan a esta necesidad de dar cuenta de lo impersonal. Y es que al margen de cualquier posición iluminista que entienda a los niños como moldes a ser rellenados, entendemos la potencialidad del lenguaje artístico que “aunque claramente relacionado con otras actividades, expresa ciertos elementos de la organización que, de acuerdo con los términos de ésta, sólo podrían haberse expresado de ese modo”, pudiendo así enunciar desde un lugar propio.

En términos de Ranciére, la relación pedagógica entre el maestro y el alumno es esencialmente un enlace de voluntades diversas que se unen en torno al acto de transmisión del saber . Este contacto es el que debe movilizar al docente a que el alumno despliegue un instinto de cuestionamiento y de curiosidad por el saber, que ya tiene.

A este respecto es válido señalar algunos episodios ilustrativos del modo en que algunos escenarios permiten trastocar los términos entre infancia, institucionalidad y relato o derecho a ser oído. En el marco del Programa Arte para Jóvenes en ámbitos no formales, Verónica Dillon recuerda momentos en que la práctica educativa permite vislumbrar algunos desfasajes entre los códigos de los niños y los adultos . En una charla que se les da a los chicos, cuyo tema es una obra de arte que ilustra la historia de Rigoberta Menchú, el artista Héctor Fontán introduce la oración: “esos hijos de puta les robaron las tierras”, a lo que:

“los jóvenes, sorprendidos y molestos expresaron: A veces se roba para comer. Hay que estar en la calle…Mientras la charla continuaba el diálogo se tensionaba. La palabra robo fue interpretada por los chicos de una manera particular, pensaron que se aludía a ellos; se observó desconfianza y una violencia interna que transitaba por distintos tonos de voz, facciones y actitudes irruptivas”.

Quizás este episodio en verdad ilustre una parte sustancial de lo que significa el derecho a ser oído, a que la propia identidad logre capacidad de agencia. A partir del relato de Dillon se produce un conflicto, como desenlace esperable de la colisión entre los sentidos que se le atribuye a una misma expresión. Cabría preguntarse qué frontera se estaría transigiendo, si al examinar la palabra “robo” se involucrara una genealogía que se retrotraiga a la experiencia de los niños y niñas, por detrás del significado positivista y liberal enlazado en el tipo.

Estas palabras ciertamente intentan reconstruir el derecho a ser oído desde una óptica que priorice la emergencia de las voces de los sujetos infantiles y juveniles, en formas que se plieguen a la dimensión performativa de sus identidades. Y para ello, nuestra postura sólo reconoce como válido una génesis que no intente sustituir la opacidad de la identidad y del lenguaje de los agentes en cuestión, mediante criterios seculares de representación legal. Por el contrario, entendemos la inerradicabilidad de la misma, lo que deriva en la necesidad de pensar a este conflicto como un horizonte permanente. A este respecto, Slavoz Zizek resulta claro:

"Puesto que el “prójimo” es - como Freud sospechó hace mucho tiempo- una cosa, un intruso traumático, alguien cuyo modo de vida diferente -o, más bien, “modo de goce” materializado en sus prácticas y rituales sociales- nos molesta, alguien que destruye el equilibrio de nuestra manera de vivir y que cuando se acerca demasiado puede provocar una reacción agresiva con vistas a desprenderse de él. Como afirma Peter Sloterdijk, 'más comunicación significa sobre todo mucho más conflicto'. Por ello es acertado afirmar que la actitud de 'comprender al otro' debe completarse con la actitud de 'apartarse del camino del otro' manteniendo una distancia apropiada, implementando un nuevo 'código de discreción'."

Quizás la constatación de la necesidad de estos códigos de discreción, posibilite entender que los carriles de la escucha del menor deben ser revisados. Y si a una suplencia de los niños y adolescentes por la presencia de un asesor de incapaces debe ser criticada, lo cierto es que las instancias de escucha también deben ser dimensionadas de acuerdo a estas reflexiones. En este sentido, la búsqueda de “verdades” jurídicamente relevantes, a los efectos de imponer o graduar una pena, estrechará las escuchas para que estas se acomoden a los formatos canónicas de una “declaración”.

El resultado es entonces paradójico. Allí donde la estética ha funcionado como arena común para que educadores y educados construyan abiertamente un diálogo común, no sólo no se ha llegado a un consenso sino que se ha vislumbrado un horizonte conflictual, donde los significados están en disputa. La al menos doble lectura (habría que reparar en cada historia) de la expresión “robar la tierra” restituye la disputa en torno al lenguaje y al ejercicio de la narración sobre la imagen. Obtenemos así que este vocabulario no ha concretado la armonía sino la discrepancia, que no es más que el “necesario fracaso de la tensión apasionada hacia la identidad”.

Verónica Dillon señala que por algunas prácticas hacia los niños “surgió una nueva mirada hacia ellos, se gestó otro vínculo, y cuando pidieron la palabra para felicitarnos, que algo podía cambiar en las valoraciones y en lo vincular” . Más allá de que de esa observación no resulte a las claras de qué índole es el trastocamiento que se opera luego de la práctica pedagógica, lo cierto es que quizás es esa misma imprecisión la que demuestra de manera cabal el despliegue de un régimen de expresividad inusitado e imprevisible en el encuentro entre las instituciones y los niños o adolescentes.

En el ejemplo resulta claro entender que es posible que la educación artística permita dar cuenta de la voz del menor, de las huellas del proceso en la constitución de su subjetividad, de un modo eminentemente performativo. Es distinto, claro, a la necesidad de un proceso que necesita gestionar las epistemes de quienes concurren a él, en el afán de cerrarlas en un todo coherente como es el expediente judicial.

V- En el presente trabajo hemos intentado hacer un devaneo histórico en torno al derecho de los niños, niñas y adolescentes a ser oídos. Se procuró saltear la habitual crítica al Patronato que busca fortalecer la mirada optimista en torno al todavía denominado nuevo paradigma de la protección integral, para avanzar en el camino de una lectura que también se pose en el ordenamiento actual.

No se trata de hacer cargar en los sistemas de normas el peso de los complejos enclaves de las identidades. En verdad, ningún sistema será lo suficientemente ubicuo para comprender la subjetividad de quienes se ven ceñidos a su lógica. Pero sí es interesante advertir que si el paradigma del Patronato suprimía la identidad de los niños y niñas por criterios de incapacidad jurídica de hecho, y en ese orden administraba cuáles serían las voces necesarios para la traducción de sus intereses, quizás también hoy nos encontremos ante un vocabulario que, quizás por su alto consenso, se preste menos a relevar si en verdad es un camino franqueable para las precarias biografías infantiles y juveniles. Tal vez algunas experiencias del orden de la estética estén respondiendo, al menos intersticialmente, a un trabajo en el cual el conflicto entre las identidades y las normas permanece en el horizonte, inextinguible.

Bibliografía

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• Dillon, Verónica. (2012) Relatos de prácticas docentes en ámbitos no formales. En: Dillon, V. y otros “Breviario desde el Arte y la Ley. Entre lo institucional, lo inestable y el campo pedagógico”. Secretaría de Publicaciones y Posgrado. Facultad de Bellas Artes. UNLP.
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• García Méndez, Emilio (2004). Infancia. De los derechos y de la justicia. Buenos Aires: Ediciones del Puerto.
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• Rossetti, Andrés y Álvarez, Magdalena I. (2011). Derechos de los niños, las niñas y los adolescentes. Un análisis desde el método de casos. (Comps.) Córdoba: Advocatus.
• Williams, Raymond (2003). La larga revolución. Buenos Aires: 2003.
• Zizek, Slavoj (2009). Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires: Paidós.


1. Trabajo presentado en 2015 el Seminario de grado: “Accesibilidad de niños, niñas y adolescentes para el reconocimiento de sus derechos”, Dirigido por el Dr. Ernesto Domenech y la Dra. M. José Lescano. Coordinado por Felipe Oleastro.

2. Estudiante de 5to año de la carrera de Abogacía (FCJyS-UNLP). Profesor de Historia de las Artes Visuales (FBA-UNLP) Maestrando en Ciencias Sociales (FAHCE-UNLP). Miembro del Instituto de Historia del Arte Argentino y Americano (FBA-UNLP).

3. “Mociones de preferencia”, en DSCD, cit., 1919, Tomo I, 30/5/1919, p. 266.


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