PROBLEMAS EN TORNO AL CONSENTIMIENTO SEXUAL EN EL TRATAMIENTO JUDICIAL DE LOS DELITOS SEXUALES, BS. AS. 1866-1921

Por Betina Clara Riva1

En los últimos años, los delitos sexuales se han convertido en objeto de preocupación para la sociedad; esto se vio reforzado por las nuevas formas de pensar y vivir las relaciones humanas inter e intra-género/s y especialmente las elecciones sexuales.

En este trabajo la autora propone volver a poner en debate algunas cuestiones que hacen al problema de la definición judicial y a la comprensión del consentimiento en el contexto específico delitos sexuales (delitos contra la honestidad) en el ámbito de la provincia de Buenos Aires, entre 1866 y 1921, habida cuenta de la importancia que este concepto tiene en los expedientes así como en el tratamiento doctrinario de la violencia sexual. Se propone poner en tensión las ideas sociales y culturales que aparecen reflejadas en las fuentes citadas respecto de qué es, cómo se otorga y cuándo puede hablarse de un efectivo consentimiento. En particular ella hará eje en la problemática en relación a la situación de los menores de edad varones y mujeres en tanto víctimas posibles y reales de estos ilícitos. Planteará la discusión en torno al límite jurídico de 12 años como “edad del consentimiento” y las construcciones jurídicas en relación a la capacidad/incapacidad de los menores para asentir sexualmente.

Introducción2

Este trabajo3 se aboca a poner en tensión y discutir cuestiones específicas en torno a uno de los elementos claves en los delitos sexuales: la ausencia de consentimiento por parte de la víctima a mantener cualquier tipo de relación sexual con el acusado. En este caso, se propone el analisis a partir de las codificaciones y proyectos de reforma, la praxis judicial reflejada en los expedientes relevados hasta la fecha4 y trabajos teóricos de derecho penal sobre las formas en que se ha pensado el asentimiento sexual, así como los elementos que lo limitan, modifican o eliminan. Al mismo tiempo, utilizaré algunos tratados de medicina legal y sexología para explorar cuestiones más sutiles pero siempre presentes, es particular, las posibilidades psíquicas de la acquiescencia en los menores así como de las consecuencias a futuro de una exposición temprana a la práctica sexual. Esto me permitirá además una breve reflexión en torno a la cuestión de la violencia sexual intrafamiliar sub-representada en los casos que pueden rastrearse durante el siglo XIX (tendencia que se ha visto lentamente revertida durante los siglos XX y XXI).

Esta presentación comienza con un breve recorrido por las figuras legales que codifican los distintos delitos sexuales y cómo se vinculan al problema bajo análisis, después se estudian cuestiones específicas como son la imposibilidad de consentir, la resistencia física como prueba del no consentimiento y el problema de las amenazas en tanto violencia invisible, para finalmente dedicar un espacio a las estrategias jurídicas que se enlazan específicamente con este problema y son utilizados por los involucrados en el proceso en tanto defensa o acusación.

Las figuras jurídicas y el consentimiento sexual

Durante el siglo XIX y el temprano XX, los delitos sexuales son considerados como en primer lugar como “delitos contra la honra” y dependientes de iniciativa privada5, esto quiere decir que solo persona directamente interesada en su persecución podía denunciarlos. En la práctica se veía reducida al padre o marido, ampliándose a la madre con el correr del siglo. Aunque la letra de la ley habilitaba a la propia víctima a denunciarlos esta generalmente no era considerada como autorizada. Dicha situación podría explicar porque el gran caudal de los casos que pueden hallarse lidian únicamente con víctimas menores de edad -la línea divisoria se toma a partir de la praxis jurídica efectiva fijada en los 18 años tanto para hombres como para mujeres- ya que el aviso a la autoridad corre por cuenta de quienes las tienen a su cargo y deben expresar su deseo de que el delito no quede impune más allá de ser conscientes que se pone en juego la propia honra familiar y deja marcada a la víctima por la publicidad del proceso –no por el propio hecho en la concepción de la época-. En este sentido, el recurrir a los tribunales funciona como una forma de reparación del daño o de vindicta encausada por carriles aceptables6.

Se encuentran en los expedientes judiciales seis figuras clasifican los delitos sexuales violentos7: violación, estupro, sodomía/pederastía, incesto, abuso deshonesto, corrupción y prostitución de menores. Sin embargo, su existencia normativa es compleja, como veremos a continuación. Aquí entonces se halla uno de los problemas que acompaña el estudio histórico del derecho en el tema particular abordado: la compleja relación entre las disposiciones de los códigos y la práctica observada en los casos puntuales.

Violación y estupro

En la normativa la violación podía darse en mujer menor de 12 años (a partir de 1903 se amplia el supuesto para contemplar al varón hasta dicho límite); mujer casada; persona incapaz de resistir por enfermedad, locura o incapacidad momentánea y en prostituta8 (Arts. 127 y 128 C.P. 1886; Art. 127 C.P. reformado de 1903, art. 123 del proyecto de C.P. de 1906 y arts. 119 y 121 del C.P. de 1921). Mientras que el estupro quedaba definido por el ataque sexual en mujer honesta entre 12 y 15 años (art. 130 del C. P. de 1886, 127 del C.P. Reformado de 1903 y 120 del C.P. de 1921, estableciéndose como elementos específicos de la figura la posible existencia de seducción como medio comisivo vinculado especialmente a la promesa9 de una futura unión legal, para yacer con ella sin tener ninguna intención de cumplir y que la acción fuera realizada por familiar o persona que tuviera influencia o poder ciertos sobre ella (educador, sacerdote). Este último elemento, se discute, es el que posibilita que la víctima diera su aquiescencia, siendo la misma legalmente válida por ser mayor de la edad límite para consentir, y sin embargo, criminal en tanto el acusado se aprovechó de la inocencia de la menor. A partir de 1903 este último elemento se hace extensivos a los casos de violación, permitiendo castigar el abuso sexual intrafamiliar en menores de 12 años.

La casuística consultada, sin embargo, muestra una fuerte carga en definir ambas figuras como delitos cometidos sobre mujer o menor honesta, definiéndose la acción delictiva como penetración vaginal con el miembro masculino10 y variando su clasificación en uno u otro delito de acuerdo a la edad de la víctima. Habitualmente se interpreta el estupro rige hasta que la víctima tiene 14 o 15 años mientras que los códigos establecen que sólo tiene lugar mientras tiene entre 12 y 15. Esta cuestión, propongo, tiene que ver con los problemas en torno de la “edad del consentimiento” -el momento a partir del cual la persona, para la justicia, puede asentir a mantener relaciones sexuales siendo responsable y consciente de las consecuencias de su decisión – que resulta una frontera dificultosa y móvil entre la niña y la mujer así como entre el niño y el hombre. Si uno se rige por la codificación esta se hallaría fijada en los 12 años, mientras que si se hace en la praxis es hasta los 14-5 años. Esto permite una cierta elasticidad en la prosecución, desarrollo y sentencia de los casos, que puede vincularse a las construcciones de la “víctima aceptable” (Riva, 2011, 2012 y 2014) y a través de ella con la protección de la sociedad mediante el castigo a quien hubiera abusado de una mujer que podía encuadrarse dentro de esta idea -en tanto se ponía en peligro su futuro como esposa y madre, pero también el ejercicio de su sexualidad, pudiendo incluso llevarla hacia el horror a la práctica heterosexual y al lesbianismo o a la negativa al ejercicio sexual- (Riva, 2015).

Pero además, para que se constituyeran cualquiera de los dos delitos en penalmente reprochables, debían existir como requisitos ineludibles que la víctima fuera incapaz de brindar su consentimiento (por su corta edad o estar incapacitada), que no pudiera resistirse (al estar privada de sentido momentánea o permanentemente), se la hubiera amenazado o ejercido tal fuerza (moral o física) sobre ella que se venciera cualquier resistencia que se hubiera intentado imponer. La seducción, en tanto forma de lograr un asentimiento viciado pero no violento no suele ser un argumento muy utilizado en los expedientes compulsados, aunque sí suele analizárselo en la doctrina (Ríos, 1891; Moras Mom, 1971; Thieghi, 1983)

Estos tres elementos -que analizare con detenimiento posteriormente- rigen también para las otras figuras que se analizan a continuación.

Sodomía y pederastía

Este par se construyen, en la praxis, como equivalentes a las figuras anteriores pero para el caso de los hombres -menores- atacados hasta 1903 momento en que se incorpora el supuesto de violación en varones menores de 12 años11. Lo cual puede considerarse como un indicador de la edad en que se esperaba que el menor comenzara a experimentar sexualmente, pero también sobre la capacidad que se le presupone para defenderse. También deja abierta la pregunta sobre las posibilidades de pensar al hombre mayor de esa edad –lo que hoy consideramos un adolescente- como una víctima potencial de ataque sexual.

En la codificación temprana apenas existe una mención a la sodomía: “Las mismas penas de los artículos anteriores [de los delitos contra la honestidad] se aplicarán al reo de sodomía.” (Art. 127 del C.P. de 1886 concordante con el Código Tejedor). De esta forma el artículo, no define claramente las acciones que lo integran y lo hacen jurídicamente reprochable. Si bien Tejedor aclara en la nota al art. 5° del apartado sobre violación de su Proyecto que la propuesta“(…) sólo castiga las violencias de este jénero en las personas, o hechos de corrupción en practicados sobre menores (…)” (1866, pag. 318) si tomamos esta última parte al hablar de corrupción contra menores de edad se puede proponer que se intenta correr de la lógica de penetración permitiendo la persecución y castigo de otros delitos que los tuvieran por víctimas más allá del límite de los 12 años en una interpretación expansiva. Por el contrario una restrictiva limitaría la protección hasta aquel momento.

La pederastía, por su parte, aparece en algunos expedientes de la segunda mitad del siglo XIX y se utiliza como equivalente del estupro correspondiéndose a su lógica etárea12. Además se la encuentra en textos doctrinarios y de medicina legal (Figari en Jones et al 2012 y Salessi, 1995) como equivalente a homosexualidad consensual por un lado y como actividad sexual entre un varón adulto y un menor que pudiera o no ser consentida en los términos de la “seducción” (Ríos, 1891; Thieghi, 1983).

En términos generales, la sodomía se ve jurisprudencial y doctrinariamente interpretada y discutida en una triple acepción: el sometimiento o la aquiescencia a mantener relaciones anales en una relación heterosexual; la cohabitación entre hombres entendida como relaciones homosexuales masculinas consensuales -aunque en menor medida la legislación española consideró también las relaciones homosexuales femeninas (Barriobero y Herran, 1930)- y finalmente la violación de un varón menor de edad –hasta el límite de los 18 años13-. Es posible pensar ante la ausencia de una figura clara que permita perseguir un ilícito que los propios juristas definen en algunos casos como aberrante, contra la naturaleza, contra las leyes de Dios y del hombre14 se recurre a una interpretación jurisprudencial creadora (Riva, 2013b y 2015).

A partir de 1903, como he marcado, con la reforma del código que establece que pueden ser víctimas de violación menores de uno y otro sexo hasta los 12 años de edad, se vuelve innecesaria la utilización de las figuras de sodomía y pederastía permitiendo entonces castigar el delito que se concibe en términos generales como más terrible que el cometido contra una mujer. En este sentido, mantengo como he propuesto anteriormente que la cuestión particular podría enlazarse, más allá de una cierta solidaridad de género, con la potencialidad del hombre que ya no será y el riesgo que el permitir, al no punir, el hecho conlleva para la sociedad (Riva 2009, 2011, 2012a- c y 2014b) especialmente si se toman en consideración los desarrollos que se estaban produciendo en la psiquiatría y psicología en relación a las consecuencias perjudiciales de las iniciaciones sexuales tempranas (Krafft Ebing, 1950 [1886]; Freud 2005 [1905]; Figari en Jones, 2012; Intebi, 2013 y Riva, 2011 y 2013c) . En este sentido existe una cierta preocupación por evitar la “propagación” de la homosexualidad vista como degeneración, vicio o enfermedad (Salessi, 1995; Figari en Jones, 2012) que en algunos casos se asociaría a estas primeras experiencias fueran o no violentas.

Incesto

La figura de incesto resulta compleja por cuanto aúna dos criterios muy diferentes y es vista a un tiempo como secular y propia del ámbito religioso. Esta misma además tenía dos aspectos: podía ser un delito que se cometía contra el Estado y que requería del consentimiento de las partes, mismo que se presumía (Escriche, 1851 y Barriobero y Herran 1930, entre otros) pero también podía pensarse como un crimen que cometía el ascendiente varón o afín en línea recta sobre su descendencia femenina o afín en línea recta. Sin embargo, esta última cuestión se vuelve conflictiva cuando se considera que la consanguineidad es un agravante del estupro primero y luego también de la violación15 precisamente por darse una situación de poder donde el libre consentimiento resulta imposible de ser concebido. Nicanor Ríos en 1891 expresará en su tesis de grado que el agravante específico del estupro revela justamente la intención de castigar la “violencia incestuosa” sin mantener una figura puntual. En los expedientes se privilegió la expresión “violación de su hija”16 en lugar de incesto para resaltar precisamente esta situación de no aquiescencia –y de violencia- por una de las partes. Y es posible suponer que esta cuestión gravitara en las reformas de 1903.

Por otro lado, también se quién, cómo y bajo qué circunstancias se puede denunciar, investigar, perseguir y castigar más allá de las propias disposiciones de los códigos penales y procesales penales –en relación a la instancia y la acción penal-. En estos casos, la figura de la madre resulta central en tanto quien puede dar lugar al reclamo y conferir veracidad a lo confesado por la niña o lo sospechado por terceros. Sin embargo, no todas las madres deciden o pueden involucrarse en el proceso. Es posible proyectar con recaudos, en este caso, hacia el pasado algunos de los aportes actuales sobre esta misma situación sosteniendo una lectura de larga duración del fenómeno: repetición de ciclos de abuso y especialmente vinculado a esto considerar como normal la iniciación sexual de la menor por un familiar, particularmente el padre; temer por las posibilidades de supervivencia económica de la familia si el acusado es arrestado; el amor u obsesión en relación a la pareja elegida prefiriendo “sacrificar” consciente o inconscientemente a la hija para conservar al hombre; elegir ignorar el problema, considerar que la menor miente por distintas razones o culpabilizar a la víctima atribuyéndole una seducción sobre el sindicado como atacante (Intebi, 2013; Lamberti et al, 1998 y Lamberti, 2003). En este lugar las mujeres no resultan más comprensivas ni dispuestas a escuchar y proteger a su progenie que los hombres ante la revelación de abuso sexual, especialmente en los casos donde el señalado es familiar o persona cercana.

Por otro lado, estas consideraciones respecto de la dificultad de dar crédito a la acusación de un menor sobre un familiar cercano encuentra eco en los juristas quienes hablan de delitos “impensables”; demasiado horribles para ser considerados por el legislador y por lo tanto, independientemente de lo terrible que resultan para el hombre medio e incluso para el abogado que se ve envuelto en un caso de este tipo, no pueden ser perseguidos al no haber una legislación específica: una codificación penal del incesto. Sin embargo, se reconoce tanto por la vía jurisprudencial como doctrinaria que estos delitos fueron de hecho incluidos en el catálogo punitivo y su persecución sancionada a través de las disposiciones que relevan de la instancia de parte en los casos específicos de abuso sexual intrafamiliar siendo este el único caso en que se habilita la denuncia ante la autoridad de cualquier vecino o persona de la comunidad que tuviere conocimiento del hecho, resultaba difícil continuar con las actuaciones en tanto solía privilegiarse la parte general donde se reducían las personas interesadas que podían dar cuenta del hecho (sobre estas cuestiones Riva 2011b y c; 2014). ). Sin embargo, surgían las sospechas la propia madre o la víctima no denunciaban quizás el crimen no ha tenido lugar y se trata simplemente de habladurías o malas intenciones para con el acusado? Si las mujeres involucradas en el hecho sospechado callan, el principio del interés particular de las víctimas debe primar por sobre el del Estado de castigar? A pesar de que usualmente esta pregunta se contestó por la afirmativa (Jofre, 1915 y 1922; Riva 2014b) se deja abierta la discusión de las consecuencias a largo plazo de estas cuestiones y la necesidad de ampliar aquí el poder del derecho para actuar.

Abuso deshonesto y corrupción/prostitución de menores

Un grupo de delitos sexuales son considerados menos graves en tanto: al no llevar como condición la desfloración ni la penetración vaginal no retiran a la mujer del circuito matrimonial y la descendencia del hombre con el que conforme una familia; en ninguno de los dos sexos compromete su potencial reproductivo y se hace más sencillo el ocultamiento. Por otro lado existe mayor posibilidad de pensar que existió asentimiento por parte de las víctimas especialmente en los casos de abuso deshonesto y prostitución (en tanto puede ser llevada por el adulto sin violencias físicas a aceptar lentamente acercamientos sexuales e incluso consentir en la venta o entrega de su cuerpo a un tercero), la cuestión se vuelve más difícil en la corrupción. Al mismo tiempo las tres figuras pueden idealmente tener como víctimas y victimarios tanto a hombres como mujeres. Sin embargo, se puede ver que incluso en este caso la mujer sigue apareciendo más fácilmente como agredida que como agresora.

El abuso deshonesto califica aquellas acciones distintas de la penetración anal o vaginal realizada con el pene, en este sentido incluye desde situaciones más graves o violentas a otras casi insignificantes, para el sentido jurídico: se puede calificar con esta figura desde la fellatio in ore o la penetración con objetos a un beso en la boca forzado o un tocamiento al pasar. En este sentido la mujer resulta físicamente tan capaz como el hombre de realizar las acciones que lo configuran, sin embargo, no se considera que forme parte de su naturaleza, si es una buena mujer, es decir, si no es perversa. La “perversidad femenina” se vuelve amenazante especialmente en los ámbitos donde ella tiene poder y acceso a niños: institutrices, amas de crianza, criadas son vistas con sospecha y se recomienda un cuidado especial sobre ellas especialmente mientras los niños y niñas son pequeños a fin de evitar malos tratos e iniciaciones sexuales precoces (Intebi, 2013; Foucault, 2007). El masturbar a los niños para que duerman pasa a ser considerada una práctica nefasta y quienes la realicen a ser vistas como mujeres criminales. Las institutrices o criadas son vistas como criaturas peligrosas también en su potencialidad no realizada si fueran solteras de determinada edad: al no haber podido asegurar un hombre y convertirse en madres descargarían sus frustraciones emocionales y sexuales en los pequeños a su cargo quienes no pueden defenderse.

Es difícil encontrar relatos de abusos practicados por mujeres contra niñas en la época bajo análisis. Es más usual encontrar casos de varones que realizan distintos actos sexuales contra mujeres y otros hombres. Es importante aquí referir que se sostiene que el acusado debía tener una intencionalidad lúbrica o lasciva en el ejercicio de los actos realizados para calificarlos dentro de esta figura (Moreno, 1923; Belbey, 1956). Así, no bastaba con las maniobras realizadas sin consentimiento de la víctima sino que además se debía demostrar que el acusado obtenía una satisfacción a su lujuria a partir de ellas. En este sentido algún autor sostiene que existe cierta dificultad en esta figura para marcar el límite con la tentativa de violación (Gonzalez Roura, 1922).

Por otro lado la corrupción y la prostitución de menores se confunden en una sola figura durante estos años de manera tal que existen largas discusiones sobre el límite o línea divisoria entre una y la otra. Es necesario hacer notar la confusión que surge entre el título y el contenido normativo de la figura: se habla de corrupción de menores, sin embargo lo que se pena es “facilitar o promover” dicha situación. No existiendo definición de qué sería la corrupción, ni tampoco cuales actos implican una facilitación o promoción de ella queda librado al arbitrio de los jueces el sentido de la figura generando una jurisprudencia contradictoria. Al mismo tiempo, este es un punto controvertido en la doctrina. Sin embargo, se reconoce que esta tiene por objeto el ir guiando al o la joven hacia un ejercicio sexual temprano o “desviado” que no incluye por parte del corruptor el mantenimiento relaciones sexuales penetrativas con la víctima (aunque puede incluir otras acciones que encuadren dentro del abuso deshonesto concursando ambos delitos).

Por otro lado hasta el código de 1921 se determina que la figura de corrupción se configura sólo si esta ha tenido lugar para el goce ajeno, por lo cual técnicamente el propio no sería punible17 (Tejedor, 1866; Moreno, 1923). Queda la pregunta sobre cuál sería el goce o ganancia del corruptor en este caso y aquí entonces la fusión -y confusión- de la figura con la prostitución cobra sentido: habría ánimo de ganancia y no de satisfacción sexual de parte del acusado. En algunos casos, lentamente, se irá planteando que podría existir un placer en el poder que se puede ejercer sobre la víctima. Sin embargo, este supuesto resulta raro en la época. A partir del código Penal citado, se considera que el goce obtenido puede ser propio del corruptor (Moreno, 1923; Jofre, 1922 y Gonzalez Roura, 1922) y en este sentido puede acercarse se acerca al abuso deshonesto. Sin embargo, nuevamente no queda claro cuál sería el placer obtenido a través de acciones corruptoras.

En esta figura la inocencia previa de la víctima resulta imprescindible, en tanto se debe demostrar que la persona acusada pudo “empujarla al vicio” o desviarla del ejercicio de la “sexualidad normal” (heterosexual, en el contexto del matrimonio, ni excesiva ni inexistente).

Por otro lado, la prostitución de menores no presenta dificultades en cuanto a su definición, sin embargo como figura presenta algunos retos particulares (Gonzalez Roura, 1922; Jofre 1922 y Moreno, 1923). En primer lugar, es preciso reiterar que prostitución y trata no son equivalentes ni se confunden en el período. Lo que se pena con esta figura es la entrega de un o una menor a cambio de dinero para que satisfaga los deseos sexuales de un cliente varón. Este punto es importante porque no se concibe que una mujer pueda solicitar los servicios sexuales de un hombre ni de una congénere a pesar de la amplitud de la redacción legal. Es importante notar que se fijan distintas franjas etáreas y con ellas la pena correspondiente al corruptor o al hombre que vende a una mujer (cafiolo, cafisho, lenon). En este sentido, estas van disminuyendo al acercarse al límite de los 18 años, ya que la prostitución durante una parte importante del período en estudio se encontraba legalizada y por lo tanto una mujer podía argumentar a partir de aquella edad haber dado su consentimiento para trabajar con su cuerpo. Sin embargo, no deja de penarse el abuso de poder para prostituir a una mujer, incluso adulta y aunque esta manifestara consentir dicha acción. Esta es una cuestión que preocupa a tratadistas, abogados y médicos legistas. La preocupación central está en relación al personaje que se aprovecha, con distintas herramientas, para usufructuar a la mujer, sea propia o ajena.

Al mismo tiempo, se piensa en los peligros de la mujer que entrega a otra u otras (madame, alcahueta), esta representa un peligro en tanto puede no sólo iniciar en el negocio potencialmente a niñas sino porque puede llevar a las pupilas a la homosexualidad. La relación entre prostitución y lesbianismo se encuentra planteada por psiquiatras y psicólogos así como por criminalistas. Este último representaba un peligro social mayúsculo en tanto llevaba a relaciones estériles por un lado, y por el otro porque existía la sospecha que las prostitutas podían pervertir a las jóvenes consideradas honestas y de buenas familias, convirtiéndolas en homosexuales (Gemetro en Jones, 2012; Salessi, 1995).

Imposibilidad de consentir18: menores de 12 años y personas privadas de razón o sentido

Menores de 12 años

En los delitos sexuales más graves además de la penetración19 debían darse otra serie de requisitos para que pudieran constituirse como tales a los ojos de la ley, así entonces tienen lugar a varias cuestiones que se enlazan directamente con el problema que presento, es decir, la demostración de una ausencia o imposibilidad absoluta de consentimiento por parte de la víctima. Es en este sentido que se trae a colación la vieja máxima “velle non potuit ergo noluit” (aquel que no pudo querer, no quiso). La misma parece comprender en la teoría y en la práctica dos formas claras: el caso de los menores de 12 años y cuando la persona se hallara privada de razón o sentido por cualquier causa, momentánea o permanentemente.

Así, en primer lugar discurriré sobre las cuestiones en torno a la imposibilidad de brindar un consentimiento válido, en términos de comprensión cabal de aquello que se acepta, en las personas que se hallan en el primer supuesto20.
Expresa Tomás Jofre (1922):

“La falta de consentimiento de la víctima es otro de los requisitos exigidos por la ley y no hay consentimiento cuando se trata de menores de doce años, que se presume de derecho, carecen de discernimiento para prestarlo”

En este sentido, si bien es claro que puede influirse en -o convencer a- una persona de estas características, especialmente si se tiene un contacto cotidiano con ella, para que acepte sostener relaciones sexuales es imposible que por su propio desarrollo psicológico pueda comprender todas las cuestiones intrínsecas al acto que se solicita (entre otros, Intebi, 2013).

En relación a esta cuestión podemos leer la cita que hace Tejedor (1866) -en la nota al artículo “Violación”- al español Pacheco:

“(…) la mujer, la víctima, si es menor de doce años cumplidos, cualquiera sean las circunstancias con que se cometa el atentado. La ley ha querido rodear de esta garantía la sencillez y la inocencia, ella ha visto un monstruo de bárbara lujuria en el que profana de este modo lo que por todo género de razones humanas y divinas debía serle respetable (t. 3 pág. 125)”

Si bien, esta cuestión se vuelve aún más compleja cuando desde 1903 se equiparan varones y mujeres como posibles víctimas atento la corta edad y por lo tanto factibles de ser engañados o violentados por un adulto. En este sentido pueden pensarse que se considera que la inocencia en relación a lo sexual es –o debería ser, de acuerdo a los valores de la época- común a ambos hasta ese momento que fijaría un cierto despertar sexual vinculado a los cambios que conlleva la pubertad momento en el que además los lugares de hombres y mujeres se separarán así como lo socialmente esperado para cada uno de ellos.

En relación a esto es necesario decir que en la práctica la línea del “consentimiento sexual válido” jurídicamente hablando que parece fijarse tan tajantemente está necesariamente cruzado por cuestiones sociales que llevan a separar a los menores en niños (víctimas “aceptables”, honestos) y jóvenes (menores que por tener un conocimiento previo “del mundo” no puede argumentarse que hayan perdido verdaderamente nada y por lo tanto su condición de “víctimas” es puesto en duda) (Riva, 2012a y 2013). Así, entonces es posible hablar de márgenes más bien elásticos a lo que por la letra de la ley fija como estricto. En este sentido, se vuelve, en forma un tanto artificiosa sobre el principio anteriormente mencionado en relación a las posibilidades del “querer” y la consciencia que esto implica.

El supuesto de seducción y los agravantes por cercanía o consanguineidad

No se considera abierta la puerta, en relación a las víctimas femeninas de violación, al supuesto de seducción ya que no era factible pensar que pudiera existir una promesa de relación amorosa posterior o de matrimonio con una menor de 12 años. Desde luego, ese supuesto de por sí resultaba impensable para el caso de los varones menores por lo cual no se consideró importante la discusión.

Sin embargo, si se toma en cuenta la influencia que puede tener una persona sobre la víctima, especialmente si es cercana tanto por consanguineidad o como por el lugar que ocupa en su universo social sea por la cercanía (vecinos, amigos de la familia, padrinos) como por el lugar reconocido en la comunidad (sacerdotes, maestros). En este punto, la codificación es fluctuante en cuanto considera en primer término esta forma de la violencia sexual sólo para las atacadas de sexo femenino mientras que, como he comentado, codificaciones posteriores amplían la protección al varón menor de 12 años.

Al mismo tiempo, la cuestión de la “seducción” y la “influencia” resultan importantes a la hora de pensar la corrupción de menores, ya que estos dos resultan elementos centrales para que el delito pueda tener lugar, en tanto se debe ganar la confianza del menor a fin de guiarlo en el “desvío” de su sexualidad e incluso llegar a su prostitución

Demencia o inconsciencia

Un segundo supuesto debe ser analizado siquiera brevemente: el de aquella persona incapacitada para consentir por cuestiones ajenas a la edad y que tienen que ver con estados alterados de conciencia sea por enfermedad (p.e. epilepsia, desvanecimiento), por el uso de sustancias que alteren la mente (drogas o alcohol, sean auto-administradas o dadas por otro, mediante engaño o fuerza), locura o inconsciencia (momentánea o permanente).

Al respecto expresa Tejedor (1866) citando a Pacheco sobre los modos de la violación

(…) privando de razón ó de sentido á una mujer para que no oponga resistencia, ó bien aprovechando ese estado en que se encuentra, y abusando de el en su persona.

En este punto, me ha sido difícil encontrar casos en la segunda mitad del XIX que se encuadren en este supuesto21, sin embargo, en tanto cuestión problemática de derecho fue discutida por los juristas tanto en proyectos de reforma como en comentarios a los códigos y en textos específicos -como son los manuales y cursos de derecho penal-.

La ausencia de consentimiento: fuerza y amenazas

Expresa Tejedor en el Título Tercero “De los crímenes y delitos contra la honestidad”, parte 2, art. 1°:

“Se comete delito de violación cuando empleando la violencia física o amenazas de un peligro inminente y actual para el cuerpo ó la vida se obliga á una mujer á sufrir la aproximación sexual contra su voluntad” (Tejedor, 1866: 315)

Todos los códigos posteriores han continuado con esta forma de definir los elementos que caracterizan el delito extendiéndolos a los casos donde la fuerza o amenazas se efectuaran contra varones y eventualmente integrándolos también al estupro desde la reforma de 1903. Aunque, posteriormente pasa a utilizarse la expresión “intimidación” en lugar de amenazas discutiéndose entonces si aquella es equivalente a esta o tiene características propias22.

A pesar de que, como puede verse, se ponen en el mismo nivel la violencia efectivamente ejercida con la simple promesa –que pueda ser razonablemente creída por la víctima- de un daño presente o futuro contra ella misma o un tercero, se ha definido en términos generales que es aquella primera manifestación que se ejerce de hecho sobre la víctima, dejando rastros claros que pueden ser relevados por los peritos médicos, la que es verdaderamente determinante de la ausencia absoluta de consentimiento (Tejedor, 1866; Moreno, 1923; Thieghi 1983; Moras Mom, 1971; Sproviero, 1996).

Por otro lado, las marcas de la fuerza ejercida sobre –y contra- la víctima ayudan a demostrar su resistencia al hecho. Existe una larga discusión respecto de la cantidad y calidad necesaria para constituirse en “seria” (demostración clara del no-deseo de la persona atacada a mantener relaciones sexuales con el acusado). Aquí, resultan centrales al proceso los peritos médicos quienes más allá de constatar si hubo o no penetración y dejar constancia de la prueba que aporten las zonas ano-genitales de las víctimas en tanto lesiones propias del acto que define al delito sexual, deben marcar en sus informes médico-legales los signos de la violencia efectiva que se realizó contra ellas (Riva 2010, 2011; 2012b y c, 2013c). En este sentido, estos funcionarios judiciales son centrales al proceso de construcción de la víctima “verdadera” o “aceptable” tanto masculina como femenina (Riva 2011, 2012, 2013c, 2014b y 2015).

La confesión de la víctima de haber cejado en su intento, incluso por verse superada en sus propias fuerzas, puede dar pie a poner en duda su verdadera voluntad. En este sentido –sobre lo que volveré- se han discutido los términos de “resistencia real” frente a aquella que se considera como propia de los escarceos previos a la relación sexual, en la idea de que las mujeres en ocasiones fijen no querer, e incluso luchar, para “inflamar” el deseo del hombre o incluso por sostener una cierta imagen de “honestidad” para finalmente acceder al acto23. En este sentido, se presenta al hombre como incapaz de diferenciar la situación y por lo tanto pasible de haber caído en un error al evaluar la situación.

Por otro lado, la cuestión de la amenazas o intimidación resulta más compleja, ya que conlleva una mayor dificultad probatoria, en tanto no suelen dejar marcas tan fácilmente identificables en la víctima (entre otros, Moreno, 1923). En estos casos se suele decantar en una discusión del tipo “el dice- ella dice”.

Es quizás por esto, que los jueces suelen ser especialmente desconfiados de las víctimas que sólo declaran haber recibido amenazas por parte de su atacante, generalmente considerando que las mismas no pueden demostrarse, precisamente por su falta de tangibilidad24. Esta misma incredulidad se puede ver en aquellas que confesaron haber quedado “heladas” o “tiesas” frente al ataque y por tanto no haber podido defenderse.

Al mismo tiempo, se da una discusión interesante respecto de la credibilidad de las amenazas o intimidaciones que se pretenden ejercidas sobre la víctima. Se discutió hasta donde puede una persona razonablemente creer en que puede ocurrir aquello que el atacante le dice que hará si no se somete a sus deseos, se cae entonces en discusiones de tipo teóricas donde se inmiscuyen cuestiones de psicología, sentido común y consideraciones sociales.

La resistencia

Una mujer –y especialmente un hombre - deben demostrar a través de sus cuerpos heridos que han intentado evitar y repeler el ataque de que fueron víctimas (Riva, 2009; 2012, 2013c y 2014b)

En este sentido, expresa Tejedor citando a Pacheco

“No es indispensable que se haya hecho una resistencia desesperada y que hayan sido vencidos todos los esfuerzos. La ley no exige tanto. (…) resultando que la resistencia fue verdadera y que se emplearon medios materiales capaces de justificar, de inutilizar, de amedrentar á una persona común, la violación está justificada (pag. 126).” (Tejedor (1866: 317)

Esta cuestión de la resistencia “verdadera” o “real” tiene que ver, como dije antes con la idea que las mujeres suelen “pretender” en un primer momento no desear un contacto carnal con el hombre, por esta razón, en algunos casos, se pretende exculpar al hombre por “confundir” la negativa de una mujer con un juego de seducción y o por confundir la “calidad” de la víctima, creer que se trata de una mujer sin honra cuando no es el caso26.

Es importante notar que el legislador pretende resaltar que no es necesario que la víctima deje su vida en el intento, sin embargo este se convertirá en un lugar común de la discusión acerca de los límites de la resistencia que pueden servir como argumento para dejar en libertad al acusado al poner en duda el no consentimiento de la víctima. En este punto, es llamativo como en los trabajos doctrinarios posteriores (al mismo tiempo que en los expedientes del período) se vuelve una y otra vez sobre esta cuestión de lo que es “exigible” a quien fue atacado como prueba de su no-entrega, siempre haciendo explícito que no se puede pedir que en la defensa de honra se vaya la vida, lo cual además implicaría una inversión del valor considerado como superior a todos los demás. Sin embargo, el hecho de que deban hacerse estas aclaraciones en forma casi sistemática habla de las ideas que circulan soterradamente desafiando incluso la lógica de la supervivencia que siempre ha sido considerada como natural o intrínseca al hombre.

Por otro lado, con posterioridad al Código Tejedor, se agregará una segunda condición a la resistencia que debe presentar la víctima: esta debe ser “efectiva” (Jofre, 1915 y 1922, Sproviero, 1996; Baigun et al, 2008, Moras Mom, 1971 y Tieghi, 1983). Aquí se abre camino a una discusión sobre qué puede entenderse por tal, en tanto el hecho de que el delito se consumara parece negar el éxito del intento, sin embargo, parece claro que se hace referencia a la idoneidad de los medios empleados (gritos, resistencia física, intentos de escape) lo mismo que al hecho de que esta se extienda en el tiempo durante el ataque. En este sentido se trata de dejar claro a través de señales inconfundibles e incontrovertibles que no se deseaba mantener la relación sexual.

La iniciación sexual “no violenta” y el abuso sexual intrafamiliar: vicios del consentimiento

La sexología y la psicología

Para entender el desarrollo y las sus mutaciones de las ideas sobre las cuestiones que se enlazan con las distintas formas de la violencia sexual en el correr del tiempo, deben tenerse en cuenta junto al desarrollo de la medicina legal en general y los trabajos particulares sobre delitos sexuales, la aparición de dos nuevas disciplinas que comienzan a ganar terreno en Europa y cuyas investigaciones influyen en el desarrollo de la praxis jurídica, la jurisprudencia, la doctrina y la medicina forense argentina: la sexología y la psicología.

Con los trabajos de Richard von Krafft-Ebing27 y sus seguidores, así como de Freud y los profesionales que continuaron el camino iniciado por él, se hace explícito que muchos menores son iniciados en las relaciones sexuales por familiares cercanos más allá de los padres: hermanos/hermanas o primos/primas a través de juegos aparentemente inocentes, que sin embargo, van construyendo en la psiquis del niño la sexualidad del adulto (Intebi, 2013; Dallayrac, 1980; Bleichmar, 2006 y Laplanche, 1980). Esta cuestión pone en tensión hasta dónde los menores tenían verdadera conciencia de las acciones de que eran objeto, hasta que punto su resistencia podía ser considerada como algo más que la expresión de un instinto superior, que siempre se había sostenido como inconsciente y superior a cualquier otro. Esta cuestión del conocimiento como parte necesaria del consentimiento pone en discusión los discursos que solo toman en cuenta los aspectos formales de su constitución.

Estos autores, que trabajan fundamentalmente desde la casuística llegan a señalar la relación que existiría entre estas iniciaciones tempranas -violentas o no- y una vida problemática tanto para la sociedad como para la persona, a través de manifestaciones públicas (vida criminal) como privadas (frigidez, impotencia o su contrario la erotomanía) o incluso de ambas como eran la homosexualidad con su carácter particularmente controvertido entre la criminalidad y la enfermedad (Figari en Jones et al, 2012; Salessi, 1995). También consideraba que estos ataques podían ser el origen de la histeria, diagnóstico muy corriente en la época y hasta entrado el siglo XX, para los desordenes emocionales –particular pero no únicamente femeninos- que no respondieran a un malestar físico concreto.

Por otro lado, un joven Freud expresa por primera vez en 1895 la idea de que en realidad la mayoría de los personas que sufrían neurosis siendo adultas había sufrido algún tipo de abuso sexual siendo niño, sin embargo estos no eran necesariamente violentos sino que se trataría más bien de episodios donde el adulto ha seducido al menor aprovechándose de la confianza que existiera entre ellos (sus casos de estudio versan sobre hermanos, padres e hijos, e incluso niñeras con los menores a su cargo). Esta fue conocida como “teoría de la seducción” y generó incomparable revuelo en los círculos académicos de Viena en tanto se ponía en una luz desfavorable a los sectores medios y altos28. A pesar de las dificultades que tuvo con esta teoría el austríaco continúo trabajando sobre la importancia de la sexualidad en la vida infantil y particularmente la importancia de esta para la salud del futuro adulto y si bien moderó aquellas primeras afirmaciones siguió trabajando en relación a la influencia de los otros (principalmente los padres) en la vida de los niños y jóvenes (Freud 2005 [1905]).

La confianza como medio para lograr el consentimiento

Las investigaciones sobre los fenómenos psíquicos y de la sexualidad más allá de la biología obligan a volver sobre y discutir la definición de los delitos sexuales como aquellos dónde sólo prima la violencia física ignorando las cuestiones menos tangibles al tiempo que más complejas como es el así llamado “abuso de confianza” que no deja marca visibles ni aparentes consecuencias en el corto plazo pero que desafía las posibilidades del consentimiento como una situación en blanco y negro. Esta situación es una de las más características en la violencia sexual dentro de la familia o realizada por personas con una especial cercanía a esta, incluso por gente de la confianza aunque no amistad del núcleo familiar (p.e. curas, maestros). Estas personas tienen mayores facilidades para lograr la acquiescencia de la víctima sin necesidad –en algunos casos, desde luego- de recurrir a amenazas o violencia física –al menos en principio, como bien lo señalan los investigadores en abuso sexual infantil (entre otros Intebi, 2013; Lamberti et al, 1998 y Lamberti, 2003) cuyo trabajo, con reservas, factible de ser utilizados para pensar el problema bajo análisis en perspectiva histórica. Sin dudas, se reconoció la situación especialísima en que se encuentran todos aquellos que tienen un lazo de familiaridad o confianza con la víctima y por ello se ha constituido el agravante por ascendencia, descendencia o claro poder sobre la víctima –mujer, en la mayoría de los códigos hasta la reforma de 1999- tanto de violación como estupro, abuso sexual y corrupción o prostitución de menores, sin embargo, es de preguntarse hasta donde pueden coexistir con la exigencia, en la época de estudio del ejercicio de fuerzas o amenazas e incluso de las posibilidades ciertas de su denuncia, del reconocimiento de las víctimas como tales.

Sin embargo, es necesario indicar que para el siglo XIX y principios del XX la mayor parte de la casuística relevada muestra muy pocos casos de denuncia por violencia intrafamiliar, esto es posible pensar tiene que ver con una acentuada lógica del secreto y del descreimiento a la víctima en el caso de que pudiera contar su historia. Sin contar con una retórica doctrinaria y jurisprudencial que hace foco en lo imposible de perseguir el delito por la dificultad de la prueba y la sospecha que el testimonio de los menores merecía por su propia condición de no-adultos.

La disputa por el consentimiento: estrategias legales de la defensa y la acusación

Una vez iniciada y formada una causa por delitos sexuales, la cuestión del consentimiento pasa al primer plano tanto para las partes acusadoras –ministerio fiscal y acusador particular si lo hubiera- como para la defensa en tanto demostrar la ausencia de este o su, incluso, parcial existencia representa uno de los núcleos centrales de la disputa en el marco del debate legal.

Por un lado puede verse, del lado de los interesados en el castigo del imputado, como se despliegan diferentes estrategias retóricas tendientes a marcar lo terrible del delito y la calidad de la víctima como tal. En primer lugar se busca demostrar la imposibilidad de que esta hubiera dado su anuencia a actos de los cuales nada sabía, que no podía comprender debido a su inmadurez psico-física. Aunque este argumento en particular dependía de la edad de la persona atacada así como de los otros elementos que se hubiera logrado reunir en la causa: crianza, espacio físico que habita y sus características habitacionales particulares, si trabajaba o no fuera de su casa y de su pueblo. En este sentido también se rescata –como he trabajado anteriormente (Riva 2010a y b, 2011; 2012a y b; 2013 a-c)- la familia en que se ha criado, el tipo de lugar donde desarrolla su vida, la consideración en que la tienen quienes la conocen del pueblo, presentando la imagen de una víctima ajena a la sexualidad y a la sensualidad hasta el momento del ataque.

Por último se resalta la evidencia que se hallara de la violencia ejercida sobre el cuerpo de la persona atacada, subrayándose que esos signos descartan cualquier interpretación posible de mínima aceptación por parte de ella. En este punto se buscaba eliminar cualquier idea de que pudiera haber un entendimiento o “amores” entre el agresor y la víctima.

También se traían a colación las amenazas que el autor pudiera haber proferido, sin embargo, era sabido que esto último sólo sería leído en el contexto de las heridas que efectivamente pudiera demostrar la víctima y no como un elemento único que hiciera al delito.

Del lado de la defensa, la estrategia más usual es el ataque sistemático a aquella imagen idealizada de la víctima en su estado previo: demostrar la inexistencia o al menos poner en duda su honra previa, así como la de su familia, demostrar que no se trataba de una joven virgen o un hombre ajeno a la homosexualidad. Era común plantear que las víctimas tenían actitudes sexuales, que aunque no pasaran por el conocimiento carnal previo al acto que daba origen a la causa si ponía en duda su inocencia y por lo tanto argumentaban que existía en ellas la capacidad para consentir con pleno conocimiento de las circunstancias y consecuencias. En este sentido poco parece importar la edad límite que marca el código por cuanto se resalta la cuestión de la “honestidad” que da origen al título poniéndose en segundo plano la línea etárea que fija aquel, en tanto, se discute, quien no tiene honra no ha perdido nada por más aberrante que pueda parecer el delito29 resaltándose que la intención del legislador era proteger a las doncellas honestas, entendiendo esto como algo que iba más allá de lo exclusivamente fisiológico (la integridad del himen).

En ocasiones se llegó a plantear que se había dado un consentimiento primero que luego fue retirado por alguna razón o que este fue dado y, luego del hecho, arrepentida la víctima, se presenta a reclamar por una honra que ella misma habría entregado al agresor, negando de palabra aquello que otorgó de hecho. Cuando el atacado resulta ser un varón los letrados defensores intentan demostrar que el otro inició la seducción y por tanto, el consentimiento ni siquiera resulta un problema a discutir. Excepto en algunos casos donde se argumenta que la sodomía al implicar precisamente anuencia de las partes requiere el castigo de ambos, aunque pudiendo graduarse la pena de forma que el “iniciador”, “incitador” o “seductor” tenga un castigo mayor.

A modo de reflexión final

El consentimiento resulta, como pudo verse, un elemento central a la hora de estudiar los problemas en torno a los delitos sexuales –tanto del pasado como del presente-. La idea de que puede existe un grupo de personas que son jurídicamente incapaces de consentir –aún cuando puedan disentir- implica pensar a los sujetos que son especialmente protegidos por esta idea: menores de 12 años de acuerdo a la codificación y de 14 de acuerdo a la práctica así como a los locos y a las personas que se hallan, momentánea o permanentemente, privadas de sentido. Si nos concentramos en los primeros, podemos ver una clara evolución entre una especial protección asignada a las mujeres y su extensión a los varones de la misma edad. Esto puede estar vinculado, he propuesto, con los cambios en los conocimientos sobre la psiquis del niño y del joven, así como especialmente a las consecuencias que se describen como resultado de las iniciaciones sexuales demasiado tempranas en los textos médico legales psiquiátricos, psicológicos y sexológicos.

Por otro lado, el análisis de los elementos que hacen a pensar las manifestaciones del no consentimiento, la resistencia a las relaciones sexuales, permiten pensar las ideas en torno a la víctima “verdadera”/“aceptable” tanto masculina como femenina.

En este sentido, los signos del uso de fuerza sobre el cuerpo se convierten en el principal elemento de credibilidad de la persona atacada, mientras que la sola manifestación de haber recibido amenazas o intimidación la cubren de un manto de sospecha. Al mismo tiempo, la exigencia de una resistencia “real y efectiva” que conlleva riesgos claros para la vida de la persona obligan a los tratadistas a aclarar que no existe, ni puede existir, la exigencia de la propia vida para salvar el honor. Sin embargo, la sistemática necesidad de realizar esta salvedad implica una visión que tiene a contemplar en términos casi inalcanzables la calidad de víctima creíble.

Por otro lado, como se ha planteado, el consentimiento puede ser logrado por medios no físicamente violentos o que impliquen una coacción del tipo analizado anteriormente, especialmente si se mantiene cercanía con la víctima. Estas cuestiones preocupan especialmente por sus consecuencias a largo plazo para la sociedad mucho más que para la víctima, en tanto se sostiene la idea de que una sexualización temprana, incluso si es aceptada, lleva a consecuencias funestas como son la vida criminal, el desarrollo de desviaciones o imposibilidad de mantener relaciones sexuales “normales” (heterosexuales y reproductivas) en el futuro.

Sin embargo, el derecho decimonónico poco pudo hacer más que configurar un agravante específico para quienes abusan de la situación de confianza, afinidad o consanguineidad con las personas atacadas ya que al mantener una concepción cerrada de estos delitos, donde lo importante sigue siendo el resguardo de la honra familiar se dificulta la persecución real y efectiva de estos crímenes que tienen lugar en el mismo espacio donde la víctima desarrolla su vida. Además, es de resaltar que, como se dijo, durante mucho tiempo se hizo hincapié en que en esta situación sólo se contemplaba a los guardadores, curas o maestros que abusaran de mujer o niña a su cargo dejando al varón por fuera de esta protección especial. Esta situación resulta además de llamativa interesante para volver a pensar las ideas en torno al hombre víctima y la intrínseca dificultad que el derecho penal parece tener para pensarlo.

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Notas

1. Licenciada en historia (UNLP). Doctoranda en Historia (UNLP) y Becaria doctoral (CONICET). Trabajo sobre cuestiones de historia social del derecho y violencia sexual. Se agradecerán los comentarios y aportes a Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.
2. Una primera versión del presente escrito se presentó en las IV Jornadas de Nacionales de Historia Social (Córdoba, 2013).
3. El presente forma parte de un proyecto de mayor alcance que es mi tesis de doctorado sobre las consideraciones jurídicas y médico-legales en torno a los delitos sexuales en Buenos Aires entre 1863 y 1921.
4. Alrededor de 200 expedientes compulsados a la fecha.
5. He trabajado los problemas específicos de la iniciativa privada y la acción pública en estos delitos, en perspectiva histórica en Riva (2012b y 2014a)
6. El problema de la honra y su mancha a partir de la denuncia, que convierte la situación en pública, escapa a los límites de este trabajo. He discutido parcialmente estas cuestiones en Riva (2008, 2010a y b, 2011, 2012 y 2013)
7. Vale aclarar que no se toma en cuenta el adulterio en tanto se considera que es necesario el consentimiento de ambas partes a cometerle y no implica violencia. Por otro lado, no se toma el rapto como figura autónoma sino en su conjunción con los delitos sexuales más violentos, en tanto el rapto como estrategia matrimonial tampoco indicaría verdadera violencia entre la partes sino antes bien acuerdo.
8. Este último supuesto desaparecería desde el C.P. reformado de 1903.
9. Aquí debe distinguirse esta promesa de las amenazas o intimidaciones posteriores que a veces también se expresan con la primera palabra, en tanto no implican la predicción de un daño.
10. En algunos casos se habla de aproximación sexual (Proy. de Código de Tejedor y C.P. de 1886), en otros de concúbito fuera del matrimonio (C.P. reformado de 1903), en estos dos casos se ha sostenido que no era necesario que la penetración fuera completa para que existiera delito, contrario a lo que se puede ver en la práctica judicial. En códigos posteriores se hablará de ayuntamiento o cópula y finalmente acceso carnal (C.P. 1921). En forma intermitente se exige o no que la penetración haya sido completa.
11. Aunque continúa considerándose que el estupro sólo puede cometerse contra menor honesta entre 12 y 15 años según la letra de la ley (Moreno, 1922 entre otros). En igual sentido el proyecto de C.P. de 1906 y el C.P. de 1921 (arts. 119 y 120). Así, sólo se protege al menor varón hasta los 12 años, lo cual deja abierta la pregunta sobre las posibilidades de perseguir castigar el delito cometido en un hombre mayor a esa edad.
12. A modo de ejemplos: Departamento Histórico Judicial (de aquí en adelante DHJ) “Altieri (Blas) por “pederastias” a Ignacio Grande Dolores” (Paquete 67; Expediente 10), 1880. Entrecomillado en el original. Y DHJ, “Mas Juan; por pederastia, en Dolores” (P 81; E 01), 1888
13. Ejemplo paradigmático: DHJ “Sosa Evangelista; Frías Marcos, Sella Fortunato y Rodriguez Feliciano; por pederastia a Carlos Kristian en Maipú” paquete 125; expediente 8, Año 1890. El subrayado de la carátula corresponde al original.
14. DHJ “Sosa Evangelista; Frías Marcos…” Op cit.
15. Art. 131 del C.P. de 1886; art. 127 parte d del C.P. reformado de 1903, y art. 122 del C.P. de 1921.
16. A modo de ejemplo DHJ “Seanone Juan por violación a su hija Rosa en Maipú” (P 112; E 05) 1888; “Mendez, Baltazar; por violación a su hija Eulogia Mendez en Coronel Pringles” (P 125; E 1) 1890.
17. DHJ “Jordan Manuel H. por corrupción de menores en el Partido del Tordillo” (P 115; E 01) 1888
18. Esta no implica la imposibilidad de disentir, en tanto capacidad de expresar el no-querer. Esta cuestión ha abierto debates teóricos interesantes aunque largos y complejos, especialmente entrado el siglo XX en lo que hace a la preocupación por los límites del (no-) consentimiento. Sin embargo, la discusión teórica más fina –y contemporánea- a este respecto escapa a los límites de este trabajo.
19. Existe, es cierto, una discusión particular en torno a este punto ya que algunos códigos y juristas han considerado que podía darse el supuesto de violación sólo con la aproximación carnal aunque no se diera completa la cópula, sin embargo, dejo esta discusión particular para un trabajo posterior, remitiendo por el momento al texto de Osvaldo Tieghi (1983)
20. Me resisto aquí a utilizar la expresión “niños” por cuanto como he discutido en otras ocasiones (Riva 2010a, 2011c, 2012b), este concepto resulta problemático para la jurisprudencia de la época y la praxis de los tribunales, prefiriendo utilizar el lenguaje de la época y hablar de “personas” o “menores”.
21. Una excepción a esto es DHJ “Sosa Evangelista…” donde específicamente consta el intento de embriagar al menor antes del ataque sexual.
22. Una recopilación interesante sobre esta cuestión puede encontrarse en Tieghi (1983) y en Sproviero (1996)
23. Entre otros es recomendable la lectura en sus aspectos generales de Burke (2009). Para el caso argentino específicamente Sproviero (1996) y Baigún (2008)
24. Un caso en este sentido es DHJ “Eleuterio Acuña por rapto en la menor Eulogia Acuña”, (P 114; E 2) 1888. Si bien la carátula es por rapto la acusación resulta ser estupro agravado por rapto
25. Es interesante hacer notar que esta misma cita, y en el mismo sentido, se encuentra en Jofre (1922)
26. Un caso interesante donde se debaten estas cuestiones es DHJ “Fonseca. Lázaro; por violación y estupro en la persona de la menor Mercedes Ayala en Dolores” (P 127; E 03), 1890
27. Richard von Krafft-Ebing. Este prolífico autor escribió obras como: “Medicina Legal” (editado en 1940), “Libro de texto de psicopatología jurídica”, “Fundamentos de psicología criminal” (ambos publicados en 1881) Su obra más conocida es “Psicopatia Sexualis. Estudio médico legal para uso el uso de médicos y juristas” (1886 [1955])
28. Freud se vio forzado a retractarse de ella en 1898 por presión de sus colegas más conocidos (entre ellos, Krafft-Ebbing), pero mantuvo esta idea en comunicaciones epistolares con amigos y otros colegas. De todas formas, el autor resulta ambivalente en esta cuestión ya que luego vuelve a negarle validez a la teoría para posteriormente volver a afirmarla. (Intebi, 2013; Laplanche, 1988; Bleichmar, 2006)
29. Para una de las formas que toma esta discusión DHJ “Belhart, Miguel por violación y estupro en la persona de la menor Sara Casanova, en Maypú” (P 121; E 04) 1889 y DHJ “Telechea Esteban contra Guillermo Bengoa, Rodolfo Boen i Martín Otegui por violación y estupro en Pueyrredon” (P 103; E 25) 1886.


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