LA CAZA DEL PIBE CHORRO: SI NO HAY GATILLO FÁCIL HAY LINCHAMIENTO

Por Esteban Rodríguez Alzueta1

El planteo que hace el autor en este artículo resulta sumamente inquietante para pensar la seguridad/inseguridad. Él desarrolla un planteo en el que vincula el accionar de las instituciones (por ejemplo las policías, los dirigentes políticos), con las prácticas sociales; y cómo se generan situaciones brutales por acción u omisión; cómo contribuyen los prejuicios a balancear (o desbalancear) estas acciones en perjuicio de determinados sujetos, de ciertas clases sociales. En este caso, aborda los linchamientos y la construcción del “pibe chorro”. La invitación a leerlo y comentarlo está hecha.

Una de las tesis centrales de Temor y Control (2014) apunta a estar atentos a las relaciones de continuidad entre las prácticas sociales y las institucionales: “No hay olfato policial sin olfato social”. Detrás de las detenciones sistemáticas por averiguación de identidad están los procesos de estigmatización social. Las palabras filosas que la “vecinocracia” va tallando cotidianamente para nombrar al otro como peligroso van creando condiciones de posibilidad para que las policías hostiguen sistemáticamente a determinados actores sociales. Por eso decimos no hay brutalidad policial sin prejuicio social.

Pero hay más, porque la ética protestante es mucho más que la expresión de la indignación ciudadana de cada día. No sólo habilita y aporta fundamentos para la violencia policial, sino que está dispuesta a practicarla en vivo y en directo. Cuando la policía no acude a los llamados al 911 o llega tarde, puede ocupar su lugar. Sobre todo cuando los vecinos se hacen turba, y el ciudadano ejemplar puede confundirse con la masa. Por eso agregamos: si no hay gatillo fácil hay linchamiento.

El linchamiento es la forma de practicar justicia por mano propia. Los linchamientos no se explican en la ausencia del estado sino en la frustración de las expectativas ciudadanas. Cuando la policía no detiene, allana, retiene, o gatilla, se hará presente la turba vecinal.

El linchamiento del pibe chorro es una de las formas que asume la caza del hombre, una práctica social y estatal de larga data. Según Gregorio Chamayou (2012) estamos ante una práctica que nos devuelve a la Grecia Antigua, atraviesa toda la Edad Media y la Modernidad hasta nuestros días. Chamayou traza una genealogía que bien puede inaugurarse con la caza de bueyes bípedos o esclavos en Atenas y Esparta, y sigue con la caza de indios y pieles negras; la caza de pobres, holgazanes y vagabundos; de delincuentes, bandoleros y fugitivos; la caza de judíos, apátridas o extranjeros sin papeles. Pero no se trata sólo de una experiencia brutal. Detrás de la práctica hay siempre un discurso que la justifica y habilita. La caza necesita un fundamento, un punto de apoyo moral e intelectual para desplegarse sin culpa. Por eso, detrás de la caza podemos encontrar la pluma de Platón, Aristóteles, San Agustín, Bacon, Sepúlveda, Voltaire, Hegel, Robert Jacob, Carl Schmitt y tantos otros. Cada uno de ellos elaboró torcidas argumentaciones para justificar la caza del hombre.

Los linchamientos se diferencian de la caza del hombre porque son llevados a cabo por la sociedad o, mejor dicho, por determinados grupos sociales. El linchamiento es una caza de hombres, en plural. El linchamiento constituye una unidad de acción, un colectivo de ataque rápido cuyo objeto de atención es la presa solitaria. De allí que la imagen que suela utilizarse para pensarlos haya sido la jauría. El linchamiento tiene lugar cuando los hombres se unen para cazar. Para que haya jauría, hay que confundirse en una fuerza colectiva que los animaliza. “La jauría roba la individualidad a sus componentes. Sin embargo, su unión es sólo temporal: una vez terminada la caza, se dispersa.” (Chamayou; 2012: 124).

Elías Canetti utilizaba el nombre de “muta” para nombrar a las cazas de hombres. Dice, “los hombres aprendieron de los lobos”. Para cazar hay que juntarse, avistar y matar. El frenesí reúne cada uno de estos momentos. Y agregaba: “Empleo la expresión muta para hombres en vez de animales, porque es la que mejor señala lo acorde del apresurado movimiento y la meta concreta que se persigue. La muta quiere una presa; quiere su sangre y su muerte. Debe estar sobre sus huellas rápido y sin desviarse, con astucia y constancia para alcanzarla. Se alienta con latidos en común. El significado de este ruido, en el que se confunden las voces de los respectivos animales, no debe subestimarse. Puede decrecer y volver a incrementarse; pero es imperturbable, contiene en sí la agresión. La presa acosada y cobrada, por fin, es devorada por todos. (Canetti; 1994: 99).

La jauría existe para matar, los hombres se juntan y rebelan para matar. Porque linchar a alguien es ponerse más allá de la ley, se propone como una forma de justicia expeditiva, rápida, casi instantánea. “Es un castigo sin investigación previa, una muerte sin código, sin instrucción ni forma jurídica, una pena salvaje que no toma en consideración la culpa real o la prueba. Si las jaurías de caza poseen un poder insurreccional es gracias a que su movimiento de agresión y violencia cortocircuita la violencia institucional de las autoridades y el Estado. Es un motín contra el orden de la ley, contra las formas institucionales de la penalidad.” (Chamayou; 2012: 128) Eso no significa que no encuentre amparo en las propias agencias del Estado. Se burla del Estado pero cuenta con su connivencia. Cuando las policías tienen “las manos atadas” darán rienda suelta a las manos de la sociedad. No sólo las policías, también toleran los jueces. De hecho, a sus autores rara vez se los persigue y los asesinatos en masa quedan impunes. Lo que convierte a la inacción judicial en una auténtica licencia para matar.

El linchamiento no es la simple actualización de la Ley de Talión. No sólo porque no se trata de intercambiar un ojo por otro ojo o el diente por otro diente. Acá, si te sacan un teléfono móvil, te puede costar la vida. Pero en segundo lugar, porque lo que se busca con el linchamiento es restaurar un orden territorial, actualizar un poder. A través del linchamiento determinados grupos sociales mandan mensajes a las autoridades, reafirman valores, que se sostienen en una serie de prejuicios.

Por eso, el objetivo de los linchamientos no es la expulsión ni la masacre sino restituir determinados límites entre el mundo de los blancos y el mundo de los negros o morochos. En otras palabras: el linchamiento es la ultima ratio de dominación social; una llamada al orden para el grupo de dominados. Coincido con Oliver Cox, citado por Chamayou, cuando agrega: “Con el linchamiento los negros se mantienen en su lugar, es decir, como una gran reserva de fuerza de trabajo común, fácilmente explotables. (…) El linchamiento y la amenaza de linchamiento son los recursos fundamentales de la clase dominante blanca para conservar su statu quo. Se trata de un dispositivo sub-legal desarrollado para cumplir una necesidad social vital que, debido a las poderosas convenciones democráticas de las sociedades occidentales, no se puede satisfacer por la ley formal.” (op. cit. en Chamayou; 2012: 132)

La jauría animaliza a los hombres, hasta disolver la libertad individual y licuar su responsabilidad. Pero eso no significa que no exista una razón común como telón de fondo. Por eso, la pregunta que cabe ahora es la siguiente: ¿cuáles son los discursos o mejor aún los imaginarios sociales que habilitan y sostienen estas prácticas?

El mito del pibe chorro es un constructo cultural donde se fueron embutiendo prejuicios sociales de largo aliento. Detrás de la figura del “pibe chorro” se puede encontrar la figura del “drogadicto”, del “subversivo” y el “cabecita negra”. Continuidad irascible de una barbarie que continúa acechando. Quiero decir, chivos expiatorios de los grupos dominantes que serán sacrificados y celebrados no sólo para perpetuar sus relaciones de dominación sino para ganarse la adhesión entre los propios sectores subalternos. Porque el linchamiento, en tanto forma de justicia popular, es la expresión de los malentendidos sociales. A través de la figura del “pibe chorro” las clases dominantes recrean los desencuentros no sólo entre los jóvenes y los adultos, sino entre los distintos grupos de los mismos sectores populares. Las representaciones exacerbadas de sus fechorías tiene una finalidad muy precisa: impugnar el carácter resistente que puedan tener aquellas prácticas o las derivas satélites a las mismas. El truco es muy conocido: cuando las clases dirigentes no pueden dirigir, es decir, encuentran dificultades para ganarse la adhesión de los sectores subalternos, en contextos de crisis económica o marginalidad social persistente, buscarán desplazar lo social por lo policial. Una vez más el hilo se cortará por lo más delgado. De esa manera se matan dos pájaros de un tiro. No sólo se generan desencuentros y evitan relaciones solidarias y hospitalarias, sino que se habilitan formas de hostilidad institucional y social. Porque el “pibe chorro”, esencializado como delincuente y violento por naturaleza, presentado como un ser ininteligible, que no sólo tiene otras pautas de consumo y estilos de vida, sino que habla un idioma extraño, hay que hacerle la guerra. Se sabe, si no se puede dialogar hay que actuar, y si no lo hace la policía lo hará la “vecinocracia” para recordarle a la policía su tarea en esta sociedad.

Bibliografía utilizada

• Canetti, Elías; Masa y poder. Muchnik editores, Barcelona, 1994.
• Chamayou, Grégoire; Las cazas del hombre. El ser humano como presa de la Grecia de Aristóteles a la Italia de Berlusconi. Errata naturae, Madrid, 2012.
• Rodríguez Alzueta, Esteban; Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de gobierno. Futuro Anterior, Buenos Aires, 2014.


1. Docente e investigador de la UNQ. Autor de Temor y Control. Miembro del CIAJ y la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional.


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